Esta mañana he llamado por teléfono a mis padres. Ha saltado el contestador porque no estaban. Yo esperaba escuchar esa voz masculina entre persona y robot que graba el mensaje de todos los contestadores automáticos. (Bueno, la verdad es que ni lo esperaba. Esperar es demasiado importante. Sencillamente, la voz desconocida era algo que iba a oír porque así había sucedido todos los demás días que había llamado a casa y no había habido nadie.)
Pero hoy, la voz del contestador era otra, no era la programada por la compañía telefónica. Era la de mi madre. Ha sido extraño. Al escucharla, inmediatamente me ha recordado a ella pero como si fuera otra persona, otra madre, mi madre de hace tiempo. Voy a aclarar que es la misma que la de ahora, pero a veces se me olvida… Mi madre de ahora es la misma que cruzaba la Meridiana todas las mañanas, como a caballo, para llevarme al colegio, y la misma a la que yo deseaba ver aparecer con todas mis fuerzas en la puerta del colegio al mediodía. Pero esto no sucedía a menudo porque yo era una alumna fija en el comedor. Eso sí, mi madre llegó a una acuerdo con dirección y a mí me llamaba transeúnte, no fija, porque no quería ser fija, no quería ser de los que siempre se quedaban a comer. Así que me llamaban transeúnte, pero era fija. (Esto ya lo conté hace tiempo, fue durante aquel viaje en avioneta para salvar a un cachorro de lince.)
Mi madre siempre grababa los mensajes del contestador automático. Ningún niño de mi clase tenía uno en su casa. Yo sí. Era un aparato con dos cintas de cassette, en una se registraban los mensajes de las llamadas recibidas y en la otra el mensaje que contestaba. Mi madre los grababa con una voz muy bonita y clara, transparente, como si pudiera escurrirse entre los dedos de unas manos puestas en cuenco. Una vez, y lo recuerdo bien, yo toqué la guitarra de fondo en uno de esos mensajes. Se escuchaba la voz de mi madre y la música de mi guitarra a lo lejos, acompañándola.
Yo sé cuando mi madre cruzó un puente y se convirtió en otra madre, que es la mía igualmente, pero distinta. A pesar de todo, aquellos días nos reíamos mucho juntas. Sobre todo por las mañanas, cuando nos despertábamos a las nueve y decíamos que era una hora ideal para abrir los ojos y que, seguramente, era la hora en la que la Naturaleza, con mayúscula al principio, había decidido que el ser humano se despertara. En mi casa siempre se ha funcionado a base de teorías inventadas. Alguna de las rutinas de entonces era llevarla al hospital a hacerle las curas diarias –no recuerdo el nombre de la enfermera pero era maravillosa, era nuestra salvadora– o llevarla a la sesión de quimioterapia. El caso es que, a pesar de todo, eran días luminosos y en el Paseo de Gracia el sol era arrollador. Aprendí a conducir durante esos meses, me hice una experta al volante. Esa es la verdad.
Supe que se iba a curar una noche, tras un sueño. (Ahora viene cuando explico el sueño y la gente se lo salta, porque mira que es aburrido que te expliquen un sueño....) Soñé que yo iba en un barco que estaba en medio de una tormenta brutal y que tenía mucho miedo porque las olas cada vez eran más grandes. Justo cuando creía que no iba a aguantar más y me iba a caer al agua, mi madre, como una aparición, me decía muy serena y tranquila: “No tengas miedo, que ya se ve el puerto.” Y era verdad, se veían unas luces a lo lejos. Ha sido el único sueño en el que he creído verdaderamente.
Así que, resumiendo, que me estoy enrollando una barbaridad, cuando he escuchado la voz de mi madre esta mañana en el contestador, he comprendido que era ella, mi madre de siempre, la de ahora y la de antes, como las canciones de la radio. Me he emocionado tanto que he vuelto a llamar para volverla a escuchar y, sobre todo, volver a reconocerla.