Durante el mes de agosto no hallé un método para mí, pero sí encontré a alguien que tenía uno y que lo seguía religiosamente. La observé durante varias semanas. Coincidíamos en la playa a la que suelo ir en agosto. La mujer del método, de mediana edad –a saber qué quiero decir con eso–, morena, pelo largo, cuerpo cuidado, siempre estaba en el mismo lugar, con la misma toalla, la misma sombrilla a juego, la misma bolsa y la misma marca de cigarrillos. Lo único que iba cambiando era el libro que leía y su biquini. Jamás la vi tumbarse bajo el sol ni consultar el móvil, únicamente leía y leía bajo la sombrilla. Estaba más que bronceada. De vez en cuando se levantaba y, sin alejarse demasiado de la orilla, se quedaba un rato de pie y dirigía la vista hacia el horizonte. A veces nadaba un poco, pero no siempre. Luego volvía a su campamento base, se fumaba un cigarrillo y seguía leyendo. Llevaba un cenicero de playa. No entiendo a la gente que deja colillas en la arena, ¿no les da asco? A mí sí. La mujer metódica hacía exactamente lo mismo cada día. Y además, siempre estaba en el mismo lugar, nadie le quitaba sus cuatro metros cuadrados de playa. Creo que hubiera sido para ella una especie de contratiempo llegar un día y tener que cambiar de rincón. Se marchaba siempre a la misma hora, a las 14:30. No me gustaba ni me atraía físicamente, pero me llamaba la atención su forma de actuar. Y me daba miedo. Transmitía calma, serenidad, orden... ¿Y si un día alguien destrozaba su plan?
Una mañana me fui temprano a nadar la playa. Eran las 8:15. La arena estaba vacía. Un hombre ordenaba un puesto de hamacas. Un chico con pinta de ruso y de llamarse Serguei corría. Una señora inglesa paseaba. El socorrista estiraba. Mientras me ponía las gafas de nadar llegó la mujer metódica y montó su campamento: la toalla rosa, la sombrilla con rayas del mismo color que la toalla, la bolsa a juego y el paquete de cigarrillos. Siempre estaba en el mismo sitio porque era la primera en llegar a la playa. Me miró pero no nos saludamos a pesar de ser las únicas que estábamos allí. Me hubiera gustado preguntarle a qué se dedicaba, si era de la zona, cuántos libros se había leído ya, si le daba pena que se acabara el verano.
Cuando Carol Blenk volvió de su retiro espiritual –qué largo se me hizo– , en cuanto pude la llevé a la playa a enseñarle a la mujer del método. Ella también la observó y me dijo que, probablemente, habíamos dado con "una sola".