
Esta mañana ha habido un accidente, han cortado un carril y nos hemos ido acumulando bajo la lluvia. He estado parada un buen rato frente a esos edificios de viviendas que hay junto a la autovía. A las personas que viven allí no les queda otro remedio que ser feliz. Son como los clientes de aquel bar que había en el metro, hace años, aquel que era tan triste y feo que para soportarlo tenías que enamorarte cada día. Recuerdo que estuvo cerrado por defunción y fue como una bofetada.
Cuando hago caravana y yo estoy tan atrapada como las ventanas de esos pisos, pienso que me gustaría pasar una noche en una de las habitaciones. Desde allí vería los faros pasar a gran velocidad. El tráfico disminuiría de madrugada y, ahora mismo, sólo se me ocurre una persona con la que compartirlo, con la que el 5 de abril de 2005 buscaba algo que ya no vendían en ningún sitio.
Pero a esas horas de la mañana, mi única esperanza es la chica de la Yamaha Fazer roja con una raya blanca en el depósito. Sé que tiene el pelo rizado. Hoy se ha detenido justo a mi lado y ha puesto un pie en el suelo para no perder el equilibrio. Y qué iba a hacer yo, ¿golpear con los nudillos la ventanilla de mi coche? Siempre que intento perseguirla me siento como el pobre coyote. Ella sortea un par de obstáculos y se escapa por el arcén. Siempre acabo viendo cómo mi esperanza se aleja perdiéndose entre los coches. Le diría: sácame de aquí, llévame al trabajo y ven a comer conmigo.