He recordado cuando agitabas tu pelo mojado sobre mí y yo era como el césped del parque, bajo los aspersores, en la mañana, en la noche, irradiando aquel verde cromado e inoxidable. Te conocí el 30 de diciembre de cuando teníamos 11 años. Estabas tirando piedras mientras dos operarios sellaban un nicho con cemento. Me fijé en ti. Mis ojos puestos en ti, tras ver cómo sacaban un montón de huesos de la pared.
Hasta entonces, Montjuïc había sido sinónimo de parque de atracciones, cestas balanceándose en la noria, coches eléctricos y un bocadillo de frankfurt en el bar con forma de ballena. En mi memoria, la ballena era grande, podía meterme dentro, en su estómago, y sentirme allí sana y salva, en aquel esófago de yeso.
Aquel día, tu nombre por primera vez y también el cementerio. Era el entierro de mi tía. Decían que era alcohólica y yo no sabía qué significaba. Encontraron botellas escondidas por todas partes. Yo imaginaba alguna bajo mi cama. No sabía qué significaba. Aquellas botellas me parecían un secreto oscuro, algo escondido en la sombra del pasillo que iba de la cocina al recibidor. Yo me daba prisa, lo cruzaba nadando y corriendo, pero la verdad es que pocas veces tenía que ir hasta el final a por algo.
En el aparcamiento, tu madre cuchicheaba con la mía. Encendiéndose un cigarrillo te dijo: juega con ella. Refiriéndose a mí. Lo adultos siempre hablaban en voz baja, como si nosotras no nos diéramos cuenta de nada, y se encendían cigarrillos. Me cogiste de la mano y me preguntaste ¿quieres jugar conmigo? Y tras la pregunta dejaste los ojos muy abiertos, sin parpadear, como hacen los animales.
Te pregunté, ¿cómo te llamas? Eso tan importante, aquella supuesta identidad, nuestra única certeza. Aquel día improvisaste un juego. Vamos a saltar cada vez más lejos, como en Las Olimpiadas. Decías. Las Olimpiadas eran algo importante, una promesa. En el colegio hacíamos poemas, dibujos y canciones para Barcelona’92. Íbamos a ser alguien. Íbamos a triunfar de mayores. Todas las niñas y los niños tienen un futuro prometedor.
Te movías de un lado a otro, como esos caballos salvajes a los que les brilla el lomo y relinchan bajo el sol. Yo necesitaba a alguien que me dejara saltar muy lejos, que me animara a romperme la cabeza. Mi madre me prohibía constantemente todo lo que suponía un peligro para mí. Lo pasé tan bien contigo aquel día en el cementerio, que podría decirse que fue uno de esos acontecimientos importantes que marcan la infancia, como un cambio de colegio, un primer día de vacaciones y una pelea en el patio. Un día desde el que se empiezan a contar otros días. Aquella mañana acabé con las rodillas ensangrentadas y los ojos brillantes, llenos de vida, vida entre aquellos muertos.
Al marcharnos, nos dijimos adiós por la ventanilla del coche durante mucho tiempo. En la carretera recta, en las curvas y en los semáforos. El coche de tu madre, un Renault 11 gris, iba delante del nuestro, un Citröen GS marrón. Tú ibas moviéndote por los asientos de atrás como un ratón atrapado, para buscar el ángulo adecuado, un ángulo desde el que poder verme mientras agitabas la mano.
Volví a jugar contigo muchas veces más. Tú vivías en Barcinova, la urbanización con piscina en pleno barrio obrero de Verdún; muy kitsch, muy de finales de los 80’s, erais de la élite dentro de la plebe. Todo esto para decir que en tu casa, y a tu lado, siempre era verano, incluso en enero y en febrero, también en marzo. En mayo y junio lo era más, y llegaba el día de ponerse manga corta.
Mi abuela vivía muy cerca de ti y me dejaban ir sola a verte. Yo llegaba a la entrada majestuosa de Barcinova. Saludaba al portero y le decía tu nombre. Tu nombre con apellidos. Entonces, él abría la verja. Yo avanzaba por el camino de baldosas de piedra pisando únicamente las de color más claro y silbaba sin que se notara, porque ese era mi don: colocaba la lengua plana, la atrapaba con los molares y el aire se deslizaba entre mis dientes; mi técnica hacía que pareciera que, sencillamente, estaba sonriendo. Me sentía orgullosa de mi poder. Admiraba, también, la potencia de tus silbidos, nítidos y metálicos; formabas una media luna con el pulgar y el índice y la mordías, fruncías el ceño y soplabas bien fuerte. El truco estaba en poner bien la lengua.
De las cosas peligrosas que hacía contigo, no contaba nada en casa. Ni palabra de bajar la cuesta de la urbanización en bici sin tocar ni una vez el freno, bajarla en skate, hacer la voltereta en el aire y caernos de espaldas sobre el césped –con el riesgo de desnucarnos para siempre, o eso me hubiera dicho mi madre– y algunas otras cosas más que no recuerdo.
En la piscina jugábamos a poner bombas subacuáticas. Tú las colocabas en las pequeñas compuertas de plástico de la depuradora y yo las programaba con un temporizador. 1, 2, 3, cogíamos aire. Nos sumergíamos. Nos mirábamos bajo el agua y hacíamos el gesto de OK con los dedos –te lo había enseñado un niño mayor. Luego nadábamos muy rápido, para alejarnos de la onda expansiva antes de que estallaran. Luego nos tumbábamos al sol. Luego me invitabas a tu casa y escuchábamos música en tu cama. Luego me hacías un batido con plátano y fresas. Luego regábamos las plantas. Luego me enseñabas a pasar entre los barrotes de la verja del parque. Luego jugábamos a ping pong.
Cuando cumplí 13 años, descubrí la palabra follar y te la enseñé. No salía en el diccionario pero yo la había escuchado en el colegio.
Tuvimos una época en la que estábamos muy interesadas en todo lo relacionado con follar. O todo lo que para nosotras podía significar follar. Un niño mayor, el mismo que te enseñó a hacer el "OK" con los dedos bajo el agua tiempo atrás, te dio un tebeo en el que los personajes follaban en todas las viñetas. Tu me cogías las piernas, me las abrías y apoyabas tu peso sobre mí. Al principio lo hacíamos vestidas. Luego, en bragas. Un día nos las quitamos y descubrimos que era muchísimo mejor. Yo te veía, casi siempre, a contraluz, y me parecía bonito tu pelo y las líneas de tu cara.
Con el tiempo, fuimos innovando en posturas, porque aquel tebeo era bastante largo y daba para mucho. Nos poníamos a cuatro patas, nos agarrábamos del pelo, nos tápabamos la boca, nos mordíamos el cuello, nos dábamos azotes en el culo. Era nuestro manual de follar. A ti te gustaba meterme los dedos y a mí me encantaba tenerlos dentro. Eso te lo inventaste tú, porque no salía en el tebeo. Tus dedos eran flexibles, calientes y fuertes. Cuando tu madre nos dejaba solas en casa, aprovechábamos para extender nuestras prácticas a otros espacios que no eran la cama, y follábamos encima de la mesa del comedor o de pie, apoyadas en la nevera o el sofá. En una de las viñetas salía un tío comiéndole el coño a una tía. Mi lengua pasaba por todos aquellos recovecos ocultos y la intensidad de tus oh cambiaba a medida que iba desvelándolos. Cuando empezabas a temblar y a sacudirte, yo observaba tus espasmos con curiosidad. También nos aprendimos algunos de los diálogos o palabras sueltas, como joder, hostia, ¿te gusta así, zorra? Después, nos quedábamos dormidas, abrazadas en tu cama, dentro de Barcinova, dentro del mapa.
Una noche, en el banco que había junto a las mesas de ping pong, probamos lo de besarnos, y sucedió mucho después que lo de follar. Fue húmedo y lento, perdí de vista lo que había a mi alrededor, una ensoñación. Ensoñada, encoñada, sentí que te quería. Luego dijiste, vamos a ver la piscina iluminada. Nos quedamos un buen rato contemplándola en silencio, de la misma forma que, bastantes años después, y sin ti, contemplé una luz en Detroit.