El viernes me costó mucho salir de la cama. No tenía que ir a trabajar. Sentía apatía generalizada. Empecé a pensar en qué me gustaría hacer, pero no se me ocurría nada. Mi madre dejó un mensaje en el contestador. Lo escuché desde la almohada, que se ha convertido en un lugar, como si se pudiera localizar en google maps o se pudiera puntuar en yelp. Mi almohada.
Finalmente, salí a comprarme comida. Últimamente, me apetecen mucho las mandarinas y los caquis. Las mandarinas son mi infancia, los caquis son un momento dulce, son amor en forma de pelota desinflada.
El resto del día fue más o menos igual, pero en el sofá. Lo único de provecho que hice fue escribir un relato. Me sentí bien. Me sentí orgullosa de la historia, pero no del final. Al final, un extraño y yo (ay no, yo no, la narradora en primera persona) nos quedamos atrapados en una cámara frigorífica.
Hoy ha sido un calco de ayer, con una diferencia: he hecho una lavadora inmensa de ropa oscura, mañana haré la de colores varios. No sé cómo he llegado a acumular toda esa cantidad. La perri se vuelve loca saltando por encima de la montaña de ropa sucia. Se lo pasa pipa y de vez en cuando sale corriendo con algún calcetín en la boca; juego a que me enfado y la persigo. Hoy ha salido "de la montaña" corriendo con unas bragas encima de la cabeza. Ella es muy feliz. Me alegra los ratos. También he comido con J. y me he tomado dos vermuts en un bar normal, ni moderni ni nada. Bar Iván. No he sido la alegría de la huerta pero me he comportado. Poblenou es tan inhóspito cuando estás así. Es perfecto, porque de otro modo sería estridente, como un acorde mal hecho.
Mañana será un día mejor. Risas. Me queda fatal este optimismo impostado.