En enero, febrero, abril y agosto siento una soledad extrema. En los otros meses siento una soledad normal. Las personas que me conocen apenas deben notarlo porque soy de sonrisa amplia, heredada de mi abuelo –el aviador–, y parece que la soledad esté reñida con ella, aunque no tiene porqué.
Las ciudades son nidos de soledad, allá donde mires. El principal transporte de la soledad es el metro, aunque el autobús no se queda atrás. Hace unos meses me reí con una amiga de Las Palmas, a la que tengo mucho cariño. Ella estaba recién llegada a Barcelona y le extrañaba que la gente no se saludara en el metro. Imaginé un mundo en el que las personas compartieran charlas amigables en los vagones y se invitaran a comer a su casa. "Oye, ¿te vienes a casa esta tarde después del trabajo? ¿quedamos en el transbordo de la amarilla?"
En mis paseos solitarios me gusta ir a la playa y asomarme por el puente de la Ronda Litoral. No para tirarme, está claro. Al final del puente hay un lugar resguardado en el que suelen haber vagabundos. Si no quieres pasar por ese puente, puedes ir por el otro, en el que hay un Mc Donalds 24 horas, que es el lugar más representativo del tipo de soledad de la que hablo. Cuantas más "cosas" 24 horas haya en una ciudad, más sola es.
El otro día, volviendo de mi paseo, entré en un edificio que siempre ha llamado mi atención. Es una fábrica monstruosa, con esas ventanas hechas de cuadrículas de vidrio, cada uno teñido de un color distinto. Algunos están rotos y, desde fuera, no parece que vaya a haber vida dentro. Pero por las noches, una de las plantas se ilumina. Incluso, a veces veo ráfagas de luz, como las de una cámara con flash. Hace tiempo llamé a esas ráfagas los latidos de la fábrica. En fin, el otro día vi la puerta abierta y entré. Pasé mucho miedo porque era feo. Esa fealdad que esconde algo mucho peor. O eso es lo que yo sentía. Subí por las escaleras y pensé que si alguien cerraba la puerta y me quedaba dentro moriría de pánico. Estaba todo descuidado y sucio. Polvo, tablones, cemento, cajas vacías, ropa sucia, restos de restos de restos de restos. Quería subir hasta la tercera planta, que es la que se ilumina, pero no llegué, me fui por patas a mi casa. Lo curioso de la tercera planta no es que se ilumine, es que las ventanas está completamente rotas (no existen) y alguien puso unas sábanas fantasmagóricas. Un día desaparecieron y... ¿qué vi dentro? Lámparas de lágrimas de estilo antiguo colgando del techo. ¿Para qué son? ¿Quién vive ahí? ¿Quién coño paga la luz?
En la gasolinera abandonada vi a un hombre durmiendo en un saco de dormir fucsia. Estaba tumbado sobre una cama de hojas secas, en una de las esquinas, y el sol del mediodía lo iluminaba. Sonreía como si sentiera a gusto, como si hubiera dado con el paraíso. Yo volvía de comprarle una jaula nueva a mi amado hámster y me pareció bastante cruel, tot plegat.
Soy un nido de nostalgia. Echo de menos que alguien me conozca bien y sepa qué decirme.