La tristeza me acompaña a todas partes, pero a todas esas partes voy.
Han sido dos días extenuantes, de mucho trabajo y actividad intelectual. He conocido a personas muy interesantes y de distintos países. Algo que me sorprende es mi capacidad para ser social aun sintiéndome mal. Hemos discutido mucho sobre qué consideramos privado y qué público en las redes sociales. Qué relatos nos atrevemos a contar y qué otros no. Mi idea es que, lo público, lo que se suele compartir, es aquello que nos causa felicidad, y lo que se suele considerar privado, es todo aquello que podría etiquetarse como "problemas", "adversidades", etc. ¿No es curioso que consideremos todo lo que se supone que es "alegre" como algo que podemos compartir y hacer público, y en cambio, como algo íntimo todo aquello que nos causa pesar? A mí me lo parece. Desconozco el motivo.
A mi tristeza de estas semanas me la imagino como una capa mágica de infrapoder. O como una gran medusa eléctrica y azul sobre mí. Lo bueno es que reconozco perfectamente el motivo de mi pena, y aunque no me siento orgullosa de ello, me alivia poder identificarlo. Aunque no tenga solución inmediata, por lo menos no estoy triste sin saber el porqué.
Es muy curioso cómo actúa sobre mí la tristeza, sigue el mismo mecanismo que el de la alegría. Lo cambia todo. Hoy he estado en un jardín que hace unos meses me pareció bellísimo, recuerdo que me dio tal subidón de felicidad que pensé que todo en mi vida era perfecto. Hoy, en cambio, era un lugar melancólico y apagado, sobre todo porque me recordaba a esa otra visión que tuve del mismo sitio, tal vez fuera en abril o en mayo. Así como aquel día todo me parecía perfecto, hoy todo me parecía una mierda Es lo mismo, pero al revés.
Puede que hoy me haya dado cuenta de que puedo hacer muchas cosas triste. Y por eso, la pena no me ha impedido comprarme un bacalao ahumado exquisito –y caro– y que he saboreado afligida.
Soy una mujer que tiende al desmayo, de vez en cuando, pero lo estoy controlando.