Se titula "Socorrista deprimido".
He escogido una mesa en la terraza porque es más entretenido. Me gusta observar a la gente que pasa por la calle, también escuchar las conversaciones de las otras mesas.
He tenido suerte, justo al lado se ha sentado un hombre y una mujer con muchas ganas de hablar entre ellos. Él era moreno y vestía con colores claros. Ella también era morena, pero vestía con colores oscuros. Él llevaba el pelo corto. Ella lo tenía largo y lo sujetaba con unas gafas puestas en la cabeza, así suelen quedar bastante bien siempre. Durante una temporada intenté discernir porque no causaba el mismo efecto una diadema. Probablemente tenían cuarenta y pico años.
Se han sentado y ella se ha puesto a hablar por los codos. Él únicamente la escuchaba. Por su expresión corporal, me ha dado la sensación de que se conocían poco, estaban muy tiesos, muy formales, en cambio, se trataban con mucha familiaridad. Así que he deducido que se han conocido en internet. Sí, sí, estoy casi segura de ello.
Ella dominaba el cotarro, se la veía muy segura. Era un poco pedante, ha empezado a hablar de sus viajes a África, su estancia en la reserva de los gorilas, que por cierto, estaba muy masificada, de sus aventuras en la Ruta 66, y también de una travesía en velero que duró diez días con su respectivos amaneceres y atardeceres, de los que ha dado muchos detalles. El chico se ha iluminado y ha dicho: de noche sólo veíais las estrellas y la luna, ¿no? Muy bien, chaval.
Él no se sabía vender, porque al parecer practicaba deportes de aventura, que por cierto, no le pegaba nada, y lo ha dicho como si no tuviera importancia. Yo hubiera destacado un poco más lo del barranquismo y la caída libre, creo que incluso ha mencionado algo sobre paracaidismo. Finalmente, él ha optado por explicar su viaje a Transilvania. Drácula.
Ella hablaba tanto... y el escuchaba tan atentamente, que llevaban media hora allí y el plato de lentejas seguía entero.
Menudo error, pedirse lentejas para comer cuando quedas con alguien que te gusta. Mi amiga Cristina, con la que viví tres años, siempre decía que para una primera cita jamás quedara para comer, porque lo de masticar, meterse la comida en la boca, cortar la carne... era comprometedor. Ella era partidaria de quedar para tomar algo.