Escribo desde la terraza. A esta hora siempre corre el aire y las golondrinas cruzan el cielo juntas, en bandada, también alguna gaviota, pero no tanto como en la madrugada, que es cuando se vuelven locas de verdad. La locura de las gaviotas me despierta algunas noches.
Estos días de calor, en el parque que hay al lado de mi casa, cuando saco a mi perra a las siete y pico, los niños juegan en bañador alrededor de la fuente a tirarse globos de agua. Me gusta esa alegría de la calle porque parece sencilla. Cuando sean adultos, ¿pensarán en esas tardes de verano jugando en la fuente del parque? Yo recuerdo que nos encantaba abrir a la vez todas las duchas de la piscina y jugar a pasar corriendo por debajo del agua.
En mi rutina veraniega, hay dos fuentes más que son de vital importancia. Una es la que hay en el parque de pinos que hay frente a la playa, porque al volver suelo quitarme la arena de los pies. Se lo vi hacer una vez a un turista y me pareció horrible, pero ahora lo hago yo. Y confieso que es un momento de máxima satisfacción.
Luego está la fuente de la plaza Prim, que milagrosamente sigue siendo un lugar tranquilo para leer o dejar pasar el rato a la sombra, en los bancos. Esa plazoleta me recuerda a mis abuelos porque, cuando yo era pequeña y ya no tenía colegio, a menudo iba con ellos a comer a un restaurante que quedaba cerca y que les encantaba. Ahora ya no existe, hace años que despareció. Primero pusieron un asiático cool, que no funcionó demasiado bien porque todavía no se había gentrificado tanto el barrio, y ahora han puesto un federal café que siempre está lleno de expats que viven en una barcelona que es una especie de realidad paralela. Siempre parece extraño que, esa misma ubicación, sea la de aquel otro lugar tan distinto que forma parte de mi infancia.
Un bichito acaba de cruzar la pantalla.