La anestesista me preguntó si estaba cómoda. Le dije que no, que no sabía dónde poner la mano. Empecé a moverla despacio, buscándole un sitio. Me dio la risa tonta. “¿Ya te estás riendo? Si todavía no te he puesto nada.”
Me sentía pequeña y vulnerable, pero liberada de tener que ser, precisamente, todo lo contrario. Un alivio extraño: ceder el control. Estar en manos de alguien más. Me pareció algo muy íntimo para un espacio tan frío y metálico, tan des-infectado, tan des-afectado.
Inyectó el líquido despacio. Lo vi entrar por la vía. “Piensa en tu lugar preferido. Imagínate allí.” Me dieron ganas de llorar, no sé si por miedo o tristeza.
Dije el nombre de una playa. “Ya veo que tienes buen gusto.” Algo empezó a estirarme hacia arriba, y al mismo tiempo, hacia muy adentro, como cuando nadas bajo el agua, a pulmón. Me iba. Me evaporaba. Me resbalaba, como seda.
Lo último que escuché fue “Buen viaje. Nos vemos luego.”
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