Mientras contemplaba el mandarino con sorpresa (había pasado por allí varias veces sin darme cuenta de que existía) y me emocionaba con el hecho de que la naturaleza pudiera dar un color naranja tan real, de una puerta de la calle salió un japonés con una cámara reflex que parecía un rifle automático + visión nocturna + periscopio submarino.
Nada más acercarse empezó a dispararle fotos. Me tuve que ir porque salía en todos sus encuadres; él se reía tímidamente y decía algo entre dientes en japonés, algo como apártate coño, por favor, jiji. Hice una tímida foto con mi iPhone y me marché.
Pero fui yo la primera en descubrir el árbol.