Hoy nos han dicho que a mi padre le quedan semanas de vida. Me he bloqueado de pena. De repente, un dolor de cabeza insoportable. Mi perra ha empezado a lamerme la cara.
La última conversación lúcida que tuve con él fue hace unos días. Me habló de todos los coches que había tenido. Se emocionó al recordar dos en concreto. Un Mini de la época con el que venía a buscarme al colegio cuando yo era muy pequeña, y que recuerdo perfectamente porque llevaba una bocina que a mí me hacía mucha gracia. Y el otro, un golf descapotable blanco en el que todas mis amigas querían subirse en verano.
Después de esa conversación, me pidió que le ayudara a levantarse. Yo llevaba el cordón del zapato suelto. Se me vino a la mente un día de mi infancia en el que mi padre me enseñaba con paciencia a atarme los zapatos.
Luego hablé por teléfono con mi tía, que está en el pueblo, y llamaba para preguntarme por él. Me estuvo contando que ya había empezado la recogida de la aceituna. Sentí el sabor intenso del primer aceite. Imaginé un puñado de almendras. Imaginé también una sartén llena de pimientos verdes.
Me dieron muchas ganas de volver al pueblo para encontrarme en la estación con aquel niño de cuatro años a punto de subirse al tren que lo traería a Barcelona. Tan inocente, tan niño, tan puro, tan pequeño, mi padre.
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