Eva mete la casa en cajas y se la lleva.
Descuelga las paredes,
borra los cuadros
y pasa por última vez por la baldosa que se mueve,
la que se oye desde la habitación y predice que Eva se acerca.
Por el ventanal bajan un piano con las teclas temblando de miedo, tín tín tín, y las graves esperan con estruendo el suelo. Y ella, para ahorrar espacio en la maleta, se viste como una cebolla muerta de frío,
rebozándose de ropa.
Otra vez se muda y ahora se va de alquiler a tus besos,
muy luminosos y con balcones en Lisboa.
Con calles mojadas de lluvia de muchos lugares
y sol de sábanas blancas que se mueven tendidas en la azotea.
Telescopios que observan antenas y estrellas de cerca.
Mis ojos lo ven de lejos;
ven los edificios que cumplen condena delante de las estaciones,
el tren de mercancias que se mueve de noche
y terrazas que esperan el verano con dos sillas de plástico a la intemperie,
dos sillas para dos que entonan canciones,
para compartir un amor y varios en silencio.
En tu nueva habitación, te desnudas, Eva. Con paciencia, te vas quitando capas y más capas y me haces llorar como las cebollas.
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