Ayer soñé con un
rosal precioso. Pero, al parecer, estaba lleno de termitas. Mi mayor miedo era que las termitas se fueran a las vigas de mi casa. Mi madre me decía que no, que se irían a mi cabeza. Mi madre, como siempre, alarmista. A todo esto, yo escribía una carta de amor.
Estos días, tal vez porque llega la Navidad, estoy recordando lo mal que me sentía el año pasado. Me despertaba entre
cenizas.
Hoy me he alegrado tanto de estar a salvo,
que de camino a la playa he dado una vuelta en el aire. Y luego otra. Y luego otra más. En plan bailarina. El agua estaba helada. Ahora me duele todo el cuerpo. No sé si por el frío o por quedarme trabajando hasta tarde. He recuperado el placer por el estudio.
Por la tarde, una persona me ha declarado sus
sentimientos. Como cuando íbamos al cole. Ha sido desconcertante. Una se despierta por la mañana y no piensa que alguien, de pronto, vaya a abrir una caja hermosa. Lamentablemente, no puedo corresponder. Una pena, la verdad, pero no puedo. Sólo un amor huracanado podría llevárselo todo. Yo, si no hay peligro de huracán, no me despeino. Me quedo en casa con mi guitarra, mis libros, mis novelas sin escribir, el
neopreno.
En fin, otras navidades sin novia. Ya son las terceras. Aunque, en cierto modo, estuve en un invierno del otro
hemisferio enamorada, tal vez podría contar como navidades. Recuerdo que el 25 de julio de aquel año esperaba que en cualquier momento apareciera un papa noel por la calle. Era todo tan navideño. Los barquillos, los abrigos, las bufandas, la nieve en la montaña. Nos hacemos una idea.
Viendo una película de Win Wenders en la que había una chimena inquietante, he recordado la última vez que le eché leña a un fuego, y no en sentido figurado. Nos discutimos. Ella decía que no sabía encenderla. Yo le decía que no, que se hacía así. Me jodió mucho. Drama absurdo. Creo que ahora no me enfadaría porque he madurado. Le daría un beso y dejaría que la encendiera
a su manera.