viernes, diciembre 30, 2016

Cuento de fin de año



He recordado cuando agitabas tu pelo mojado sobre mí y yo era como el césped del parque, bajo los aspersores, en la mañana, en la noche, irradiando aquel verde cromado e inoxidable. Te conocí el 30 de diciembre de cuando teníamos 11 años. Estabas tirando piedras mientras dos operarios sellaban un nicho con cemento. Me fijé en ti. Mis ojos puestos en ti, tras ver cómo sacaban un montón de huesos de la pared. 

Hasta entonces, Montjuïc había sido sinónimo de parque de atracciones, cestas balanceándose en la noria, coches eléctricos y un bocadillo de frankfurt en el bar con forma de ballena. En mi memoria, la ballena era grande, podía meterme dentro, en su estómago, y sentirme allí sana y salva, en aquel esófago de yeso. 

Aquel día, tu nombre por primera vez y también el cementerio. Era el entierro de mi tía. Decían que era alcohólica y yo no sabía qué significaba. Encontraron botellas escondidas por todas partes. Yo imaginaba alguna bajo mi cama. No sabía qué significaba. Aquellas botellas me parecían un secreto oscuro, algo escondido en la sombra del pasillo que iba de la cocina al recibidor. Yo me daba prisa, lo cruzaba nadando y corriendo, pero la verdad es que pocas veces tenía que ir hasta el final a por algo. 

En el aparcamiento, tu madre cuchicheaba con la mía. Encendiéndose un cigarrillo te dijo: juega con ella. Refiriéndose a mí. Lo adultos siempre hablaban en voz baja, como si nosotras no nos diéramos cuenta de nada, y se encendían cigarrillos. Me cogiste de la mano y me preguntaste ¿quieres jugar conmigo? Y tras la pregunta dejaste los ojos muy abiertos, sin parpadear, como hacen los animales. 

Te pregunté, ¿cómo te llamas? Eso tan importante, aquella supuesta identidad, nuestra única certeza. Aquel día improvisaste un juego. Vamos a saltar cada vez más lejos, como en Las Olimpiadas. Decías. Las Olimpiadas eran algo importante, una promesa. En el colegio hacíamos poemas, dibujos y canciones para Barcelona’92. Íbamos a ser alguien. Íbamos a triunfar de mayores. Todas las niñas y los niños tienen un futuro prometedor.

Te movías de un lado a otro, como esos caballos salvajes a los que les brilla el lomo y relinchan bajo el sol. Yo necesitaba a alguien que me dejara saltar muy lejos, que me animara a romperme la cabeza. Mi madre me prohibía constantemente todo lo que suponía un peligro para mí. Lo pasé tan bien contigo aquel día en el cementerio, que podría decirse que fue uno de esos acontecimientos importantes que marcan la infancia, como un cambio de colegio, un primer día de vacaciones y una pelea en el patio. Un día desde el que se empiezan a contar otros días. Aquella mañana acabé con las rodillas ensangrentadas y los ojos brillantes, llenos de vida, vida entre aquellos muertos.

Al marcharnos, nos dijimos adiós por la ventanilla del coche durante mucho tiempo. En la carretera recta, en las curvas y en los semáforos. El coche de tu madre, un Renault 11 gris, iba delante del nuestro, un Citröen GS marrón. Tú ibas moviéndote por los asientos de atrás como un ratón atrapado, para buscar el ángulo adecuado, un ángulo desde el que poder verme mientras agitabas la mano.




Volví a jugar contigo muchas veces más. Tú vivías en Barcinova, la urbanización con piscina en pleno barrio obrero de Verdún; muy kitsch, muy de finales de los 80’s, erais de la élite dentro de la plebe. Todo esto para decir que en tu casa, y a tu lado, siempre era verano, incluso en enero y en febrero, también en marzo. En mayo y junio lo era más, y llegaba el día de ponerse manga corta. 

Mi abuela vivía muy cerca de ti y me dejaban ir sola a verte. Yo llegaba a la entrada majestuosa de Barcinova. Saludaba al portero y le decía tu nombre. Tu nombre con apellidos. Entonces, él abría la verja. Yo avanzaba por el camino de baldosas de piedra pisando únicamente las de color más claro y silbaba sin que se notara, porque ese era mi don: colocaba la lengua plana, la atrapaba con los molares y el aire se deslizaba entre mis dientes;  mi técnica hacía que pareciera que, sencillamente, estaba sonriendo. Me sentía orgullosa de mi poder.  Admiraba, también, la potencia de tus silbidos, nítidos y metálicos; formabas una media luna con el pulgar y el índice y la mordías, fruncías el ceño y soplabas bien fuerte. El truco estaba en poner bien la lengua. 

De las cosas peligrosas que hacía contigo, no contaba nada en casa. Ni palabra de bajar la cuesta de la urbanización en bici sin tocar ni una vez el freno, bajarla en skate, hacer la voltereta en el aire y caernos de espaldas sobre el césped –con el riesgo de desnucarnos para siempre, o eso me hubiera dicho mi madre– y algunas otras cosas más que no recuerdo.


En la piscina jugábamos a poner bombas subacuáticas. Tú las colocabas en las pequeñas compuertas de plástico de la depuradora y yo las programaba con un temporizador. 1, 2, 3, cogíamos aire. Nos sumergíamos. Nos mirábamos bajo el agua y hacíamos el gesto de OK con los dedos –te lo había enseñado un niño mayor. Luego nadábamos muy rápido, para alejarnos de la onda expansiva antes de que estallaran.  Luego nos tumbábamos al sol. Luego me invitabas a tu casa y escuchábamos música en tu cama. Luego me hacías un batido con plátano y fresas. Luego regábamos las plantas. Luego me enseñabas a pasar entre los barrotes de la verja del parque. Luego jugábamos a ping pong.

Cuando cumplí 13 años,  descubrí la palabra follar y te la enseñé. No salía en el diccionario pero yo la había escuchado en el colegio.

Tuvimos una época en la que estábamos muy interesadas en todo lo relacionado con follar. O todo lo que para nosotras podía significar follar. Un niño mayor, el mismo que te enseñó a hacer el "OK" con los dedos bajo el agua tiempo atrás, te dio un tebeo en el que los personajes follaban en todas las viñetas. Tu me cogías las piernas, me las abrías y apoyabas tu peso sobre mí. Al principio lo hacíamos vestidas. Luego, en bragas. Un día nos las quitamos y descubrimos que era muchísimo mejor. Yo te veía, casi siempre, a contraluz, y me parecía bonito tu pelo y las líneas de tu cara. 

Con el tiempo, fuimos innovando en posturas, porque aquel tebeo era bastante largo y daba para mucho. Nos poníamos a cuatro patas, nos agarrábamos del pelo, nos tápabamos la boca, nos mordíamos el cuello, nos dábamos azotes en el culo. Era nuestro manual de follar. A ti te gustaba meterme los dedos y a mí me encantaba tenerlos dentro. Eso te lo inventaste tú, porque no salía en el tebeo. Tus dedos eran flexibles, calientes y fuertes. Cuando tu madre nos dejaba solas en casa, aprovechábamos para extender nuestras prácticas a otros espacios que no eran la cama, y follábamos encima de la mesa del comedor o de pie, apoyadas en la nevera o el sofá. En una de las viñetas salía un tío comiéndole el coño a una tía. Mi lengua pasaba por todos aquellos recovecos ocultos y la intensidad de tus oh cambiaba a medida que iba desvelándolos. Cuando empezabas a temblar y a sacudirte, yo observaba tus espasmos con curiosidad. También nos aprendimos algunos de los diálogos o palabras sueltas, como joder, hostia, ¿te gusta así, zorra? Después, nos quedábamos dormidas, abrazadas en tu cama, dentro de Barcinova, dentro del mapa. 

Una noche, en el banco que había junto a las mesas de ping pong, probamos lo de besarnos, y sucedió mucho después que lo de follar. Fue húmedo y lento, perdí de vista lo que había a mi alrededor, una ensoñación. Ensoñada, encoñada, sentí que te quería. Luego dijiste, vamos a ver la piscina iluminada. Nos quedamos un buen rato contemplándola en silencio, de la misma forma que, bastantes años después, y  sin ti, contemplé una luz en Detroit.




miércoles, diciembre 28, 2016

Inventario

Mientras esperaba a que pasaran a buscarme en coche, solía fumarme un cigarrillo bajo una farola. Era algo repugnante entrar luego con el olor a humo dentro de aquel espacio cerrado, pero lo hacíamos. Durante aquellos momentos muertos, de espera, me recreaba pensando en mi novia. Tenía unos ojos tan bonitos, verdes, azules, amarillos, que por muy mal que me fuera la vida, mirándolos siempre estaría a salvo. Había encontrado una fuente de belleza inagotable. No me importaba no acabar ninguna de mis novelas. No me importaba no haber viajado a Estados Unidos o al Sudeste Asiático. No me importaba tener un trabajo con un horario lamentable. Mi novia me despedía todas las noches con un polvazo. La vida estaba llena de obstáculos pero yo tenía una pértiga verde, azul, amarilla, para sortearlos.


Lo de “inventario” sonaba a colección de cosas imaginadas.


–Me van a pagar por inventar cosas por las noches.
–¿Y qué es lo primero que vas a inventar?
–Un lugar en el que haya agua azul para nadar. Algo así como un lago artificial. Tendrá escaleras a ambos lados para poder bajar al agua. La base hará pendiente y cada vez será más honda. Pondré unas plataformas elevadas para poder saltar desde ellas al agua. Se llamará “piscina”.


Falsifiqué mi curriculum. No es tan fácil conseguir un trabajo rápido teniendo dos carreras. Es como empezar a salir con alguien, cuanto menos preparada para tener una relación estés, mejor, nadie siente presión, nadie se estresa, nadie tiene miedo al compromiso, nadie dice cosas raras por Whatssap. Me quité una de las carreras (me dejé la más fácil). El inglés no, el inglés lo dejé por orgullo. Además, iba a ser útil para leer las etiquetas. Eso es lo que le dije al de RRHH y puso cara de “lo que tú digas”.


En el coche siempre íbamos cuatro. Nos turnábamos semanalmente para conducir. A mí me tocaba la tercera semana del mes. El trabajo empezaba a las 24:00 y acababa a las 6:00 de la mañana.


Descripción del puesto:


Auxiliar de inventario: Efectuar el conteo de artículos de la categoría asignada, verificando el resultado y determinando las causas que dan origen a las diferencias a fin que sean corregidas.


El primer día fui muy amable con todos. Quería que me aceptaran en su grupo de inventaristas consolidado. ¡A saber la de cosas que habían inventado ya! Puede que las más útiles, las más usadas, las que guardamos en los armarios de la cocina, por ejemplo. Los platos, los vasos, la cubitera, los cubiertos...


Una de mis compañeras se llamaba Merche y era muy mal hablada. Llevaba los ojos pintados con sombra azul y solía calzar zapatillas de deporte. Era la más veterana y, en cierto modo, la que mandaba. Seguro que fue ella la que inventó la cubitera o el escurridor o el minipimer. Casi siempre hablaba del imbécil de su ex-marido, de todos sus defectos y de cómo se habían conocido. El salto entre ambos temas era sin preparación:


Ricardo era un condenado hijo de puta, se tiraba a todas las zorras que menearan el culo a su alrededor, cuando nos conocimos, ¿sabéis lo que me dijo? –los demás no hacía falta que contestáramos– me dijo “tú y yo tenemos más de un delito que cometer, guapa”. Ricardo era así, un poco cantautor...

Ni que lo digas.


Luego estaba Pablo, un chico de veinte años, estudiante de filosofía. Era super guapo, pero ese tipo de belleza que pasa inadvertida porque el portador no tiene ni idea de que la posee. Contemplando su cara, sólo veías perfección, tanta que apenas podías desearla ni sentir emociones. Era una belleza muy alprazolam, lorazepam, diazepam.


No tengo ganas de seguir hablando sobre mis compañeros, tal vez un poco más tarde.


Lo peor de aquel trabajo era que nunca sabíamos dónde íbamos a ir y vivíamos en la incertidumbre. Tanto podía tocarnos en un supermercado de Granollers, como en uno de Figueres, como en uno de Gavà (yo, al principio, no sabía donde estaba Gavà, ¿quién lo sabe verdaderamente?) Conocíamos nuestro destino el mismo día a las 18:00 de la tarde. Nos mandaban un mensaje de texto. Lo único seguro era que si el supermerado estaba hacia el norte, quedábamos con el coche en la parada de metro de Sagrera, y si estaba hacia al sur, nos reuníamos en la parada de Diagonal.


A mí me tocaba hacer inventario de las pastas, arroces, legumbres, aceitunas, salsas, conservas en lata y alimentos para el desayuno. Contábamos uno a uno los productos de la estantería e introducíamos el número en el ordenador. Durante las primeras semanas, como casi todas las inventaristas novatas, me dediqué a pensar en si me atrevía a robar algo o no. Era muy tentador y muy fácil. Simplemente, se trataba de ignorar la unidad robada. Marco, que era un italiano que iba de encargado, y que conducía fatal, por cierto, siempre pisaba la línea. Purm purm purm... Nos recordaba que ni se nos pasara por la mente robar, que los de arriba, y señalaba hacia el techo, se enterarían tarde o temprano.

Los pasillos no estaban iluminados como lo están por la mañana. Todo aquello, lo del inventario, ocurría a media luz. Los supermercados sólo aparecen con esa iluminación dentro de los sueños.


Lo mejor de aquel trabajo eran los amaneceres. Salíamos del supermercado rendidas, como si nos hubiéramos pasado la noche bebiendo, bailando y sin parar de reír. Y el sol estaba allí, siempre a punto, en la era más silenciosa del día. Únicamente existíamos mis compañeras y yo, volviendo en coche a casa, observando por la ventanilla aquel mundo por estrenar.

A los dos meses, cuando yo ya había inventado el abridor de latas, las persianas enrollables y un par de cosillas más, mi novia me abandonó. Me dijo que había conocido a Alguien. Siempre acaba apareciendo Alguien. Alguien vive en todas las ciudades del mundo, incluso, en los pueblos. Cuando te cruces con Alguien, sabrás quien es.



Una noche, durante el descanso, salí con Lucía a fumar. Lucía era una enfermera mexicana que llevaba siempre un termo de dos litros de café. Fuera hacía frío y viento. Estábamos en el Alt Empordà. Fumábamos dentro del almacén, con la puerta abierta. Yo estaba muy triste, apenas podía dormir, siempre me descontaba en las pastas y acababa inventándome un número. Ciento veinticinco. O setenta y cuatro. O cuarenta y tres. Me aferraba a esas cantidades. Mi vida era patética.


De repente, vimos un bulto entre las sombras.


–¿Has visto eso? ¿Es un gato?



Lucía se marchó. Yo me quedé un rato más. Sentía curiosidad y me acerqué para ver si era un perro, un gato, una rata gigante, o qué coño era.

Vi a una persona agazapada tras unas cajas. Oye tú… salió corriendo. Perseguí la silueta oscura por los pasillos del almacén. No tenía nada que perder. Ni nada que ganar. No sé por qué salí a perseguirla. Supongo que algunos actos de la vida no significan nada en concreto. Parecía una persecución de película. Yo era la detective, la sargento Stella Gibson, por ejemplo, corriendo sin pistola (porque es británica). Me metí tanto en el personaje, que por un momento olvidé que aquella caza a la sombra tenía algún objetivo. Subimos escaleras, las bajamos, pasamos bajo unos hierros, nos incorporamos de nuevo, esquivamos cajas, un cubo con una fregona, una escoba...

Finalmente, la sombra abrió una puerta, una luz nos cegó en la oscuridad. Fuimos hacia ella como polillas.


Nos metimos dentro. Un lugar cerrado, sin escapatoria alguna. Habíamos llegado al final del almacén, a la raya del horizonte, a la cornisa y al precipicio.


Estaba agotada, me senté en el suelo. Mis fosas nasales se abrieron con el frío.


El bulto y yo estábamos lo bastante cerca como para vernos bajo la gélida luz de la cámara frigorífica. Me miró. Llevaba unos guantes negros y una sudadera con capucha. Era una adolescente. Pegó una patada contra la pared con sus botas.
–Mierda, nos hemos quedado encerradas. ¿Eres gilipollas?! ¿No te has dado cuenta de dónde nos metíamos?


–Únicamente te seguía. Confiaba plenamente en ti.


Entonces, saqué mi pértiga azul, verde y amarilla. Le indiqué que nos fuéramos al final de la cámara. Abracé a la adolescente, la cargué en mi hombro y empecé a correr. Me impulsé con la pértiga tan alto, que el techo dejó de existir. A nuestro alrededor, ya sólo había universo. Universo en general.

Nos cruzamos con una pequeña nave espacial. En su interior, estaba Major Tom. Le leímos los labios: “I 'm still alive... motherfuckers”.

La adolescente y yo nos miramos. Ella no sabía de que iba. 



Convertir

Mediodía en la piscina. Para nadar no necesito a nadie, por eso me gusta. Bajo el agua te vuelves un poco invisible. El agua no es mundo, es otra cosa. No pueden verme ni tampoco no verme. En el agua soy quien me da la gana. ¿y si pudiera convertirlo todo en una piscina?

martes, diciembre 27, 2016

Culos inalcanzables


He ido a la única panadería que estaba abierta. La dependienta tenía muchas ganas de hablar y me ha preguntado cosas. Me ha cortado el pan y una compañera, la encargada, le ha dicho que así no se guardaba en la bolsa, pero con mala hostia. Me ha dado rabia. Me ha parecido que la dejaba en evidencia. La dependienta ponía cara de "ya está otra vez la gilipollas de mi encargada dándome lecciones de cómo se guarda el pan". La hemos odiado tanto, que el amor no era más que un mero recuerdo de infancia.

He cruzado la calle por donde no se tiene que cruzar, y me he acordado de tal persona. Ha sido uno de esos homenajes que llevo a cabo durante el día, en secreto y sin que nadie se dé cuenta, como preguntar en los bares que de qué marca es la cerveza de barril. Nadie sospecha que se trata de una ofrenda, una especie de canción dedicada.

Por la tarde, Croqueta ha estado jugando con el perro de mi amiga. Le hemos enseñado a oler el culo a los perritos antes de jugar con ellos. Es importante. Lo que pasa es que es tan pequeña, que todos los culos son para ella inalcanzables. 







domingo, diciembre 25, 2016

Vida en el parque

vida en el parque
Ayer estuve comiendo en el parque con A. Parecíamos Le Déjeuner sur l'herbe (de Monet, aunque Manet inició el tema), pero con tupper de jamón y queso.

Durante un instante de la cena de nochebuena, me he sentido fuera de lugar, como uno de esos personajes protagonizados por Bill Murray. Y me he empezado a rayar.

jueves, diciembre 22, 2016

Felices en el parque

Desayunando, he derramado el café. Mantengo  la calma cuando derramo cosas. Nunca me quejo. Simplemente pienso: se ha derramado. Ahora lo limpio y todo volverá a ser como antes. También me acuerdo de P diciendo "¡Tíralo todo!" y me hace gracia.

Me he hecho un bocadillo, he metido a la perrilla en la mochila y nos hemos ido al parque de la Ciutadella, ella y yo. Era su primer día en el parque. Su primer día en bici. Su primer día con arnés y correa. Y su primer día con 4 meses.

Un chico que iba detrás de nosotras nos estaba haciendo fotos. Creo que perri está muy divertida en la mochila. En un semáforo me ha dicho que si quería, me las mandaba. Le he dicho que vale. Le he dado mi mail.

En el parque todo era explosión de sol y de alegría. He extendido el pareo de playa sobre el césped y me he bebido una cerveza con el bocata de atún. No podía creerme estar tan contenta. La perri ha conocido a un perrete italiano y yo a su dueña, que era muy guapa y estaba encantadísima con la perri, y yo todo el rato jiji, jeje, jaja, jojo...


bici también estaba muy bonita esta mañana

Hemos sido verdaderamente felices.








martes, diciembre 20, 2016

El niño perdido y el extraño



La mañana ha empezado con un niño de 10 años perdido en el metro, al que una mujer y yo hemos consolado porque estaba muy asustado. Iba con su padre a Plaza España. Estaba en la amarilla. La mujer ha hecho transbordo y se lo ha llevado hasta Plaza España con ella, aunque no sé si allí se habrán encontrado con su padre. Me parecía un poco misión imposible, pero bueno, he reservado mi pesimismo para mí y no para otros. Me hubiera gustado saber el final de la historia. He presenciado el conflicto, pero no el desenlace.

En el trabajo he tenido mucho follón, pero me encanta porque me distrae la mente. Voy a echarlo de menos, esta es mi última semana. He recordado lo contenta que estaba cuando empecé allí el año pasado. Me gustaba el lugar, la gente, la tranquilidad. Y que se estaba calentito. Cualquiera diría.

Mi peluquero me gusta porque no habla, no me pregunta por mi vida, sólo por mi pelo. Vamos a hacer esto y lo otro... La última vez querías que se te rizara más... Te voy a dejar las puntas blablabla... Pero hoy nos hemos saltado esa regla y hemos hablado de nuestra infancia, también le he contado que estaba un poco triste (nos hemos saltado muchas reglas, es que decolorar y teñir da para rato). Creo que me gusta porque es frío.  Aunque  tiene gestos bonitos, contados, eso sí, pero  sinceros. A veces me imagino en su casa, con él. Esto no se lo digas nadie. Me imagino una cocina, sin demasiado detalle, pero muy luminosa. Imagino que nos abrazamos. Cada una imagina lo que quiere mientras le cortan el pelo. Pero no como amigos, ni como amantes, ni como novios, ni como hermanos. Nos abrazamos como extraños.