Las ruedas de nuestras maletas han despertado una tormenta sonora sobre la acera.
Si dijera que hemos llegado a la Isla en tren sería mentira, pero lo cierto es que el trayecto en avión es tan corto que los kilómetros hechos entre raíles también cuentan.
En realidad nos estamos acercando a todos los sitios desde hace mucho tiempo. Todos los metros y kilómetros que hacemos van sumándose.
No recuerdo nada especial del aeropuerto, excepto que nos libramos de las garras de la cola de facturación con equipaje de mano. De mano rota (unos bolsitos de diez y once kilos). Al aterrizar el comandante ha dicho "bienvenidos al paraíso" y la gente se ha empezado a desnudar. Un escándalo. ¿No ha salido en el telediario?
El coche alquilado es nuevo y de color rojo. Nada más llegar nos hemos equivocado metiéndonos por un camino de carro hasta Binisafuller. Luego hemos descubierto una carretera asfaltada y hasta con rotondas. De todos modos me gusta conducir por aquí, lástima del limpiaparabrisas de atrás, lo he puesto en marcha sin querer y no sé cómo pararlo. Nos adelantan todos los coches... tal vez el detalle del limpia encendido con sol despierte desconfianza en los demás conductores: ¿y si tampoco saben frenar?
El mar es sorprendentemente de color verde claro y a veces cyan. A Sofía se le ponen los ojos a conjunto con el agua y yo sigo teniéndolos oscuros, de apagón en la playa, pero brillantes. El brillo es lo que cuenta.
Aquí tampoco es costumbre tener las chanclas encima de la mesa pero después del trote que les estoy dando este verano se merecen un sitio con vistas privilegiadas. Por lo menos hasta que se sequen.
Como diría Najwa,
- primera pista: olas
- segunda pista: una barca.
- y la última de regalo: de noche.
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