Ochenta y dos cuando voy en coche, ochenta y dos cuando camino hacia la facultad, ochenta y dos cuando me examino de formación instrumental, ochenta y dos si me paseo por el hospital, ochenta y dos cuando me miro en el espejo, ochenta y dos mientras me ducho, ochenta y dos cuando cierro los ojos, ochenta dos mientras paseo a mis perros, ochenta y dos, ochenta y dos, ochenta y dos.
Estoy leyendo La niña del faro de Jeanette Winterson. Me gusta tanto que he decidido prescindir del punto de libro, así tengo que memorizar durante todo el día el número de página por el que voy. Ochenta y dos, ochenta y dos, ochenta y dos. Es el misterio en el que ando pensando cuando pongo cara de andar pensando.
Estoy leyendo La niña del faro de Jeanette Winterson. Me gusta tanto que he decidido prescindir del punto de libro, así tengo que memorizar durante todo el día el número de página por el que voy. Ochenta y dos, ochenta y dos, ochenta y dos. Es el misterio en el que ando pensando cuando pongo cara de andar pensando.
Vivía en una casa sobre la pendiente de un acantilado. Había que clavar las sillas al suelo y jamás podíamos comer espaguetis. Comíamos cosas que se quedaran pegadas al plato: pastel de carne con patatas, gulash, risotto, huevos revueltos. Una vez intentamos comer guisantes. Menudo desastre. Durante mucho tiempo todavía encontramos alguno, verde y cubierto de polvo, en los rincones de la habitación. ( Jeanette Winterson, La niña del Faro )
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