La mañana del jueves me comí una madalena rectangular. La despegué del envoltorio y me fijé en la marca que había dejado: una cruz griega. Recordé entonces las clases de arquitectura bizantina que nos daban en la primera universidad a la que fui. Aquel profesor era bastante peculiar, a todas nos gustaba. Un día lluvioso me lo crucé en una calle, él llevaba la capucha del abrigo puesta y caminaba deprisa, pasó como un rayo por mi lado, como el fantasma de la ópera.
Acabé de desayunar y me fui pensando en aquellas fotocopias llenas de plantas de cruz griega y latina que estudiábamos hasta las tantas de la noche.
Al mediodía recibí una notícia dolorosa y triste, y la dirección de una iglesia. Pensé que el envoltorio de la madalena había sido una especie anticipación. El padre de una de las pocas amigas que conservo de la infancia había muerto. El padre de mi primer amor. El que puso sus ojos verdes a Eva, la chica a la que quise besar durante todo el verano de los doce años, aunque aquello fue un secreto que aún mantengo. Su padre era un hombre bueno, era una persona excepcional. Sus padres y los míos tenían mucha amistad. Pasamos muchos veranos juntos. Veranos importantes, los primeros veranos, los veranos de la niñez.
Sentada en uno de los bancos de madera de la iglesia sentí que la muerte del padre de Eva no sólo me dolía por Eva, también por mi infancia. Es como si con el tiempo se fueran perdiendo piezas clave y se agrandara la imposibilidad de volver. De volver a la infancia llena de oportunidades. Supongo que por eso se siente nostalgia. Gracias a Eva sentí por primera vez melancolía, fue tras aquel verano. Me pasé las tardes de otoño encerrada en la habitación pensando en ella y en las canciones que bailábamos*. Niñas bailando canciones. Mi madre me dijo que aquello era la melancolía, y de qué manera tiraba de mí, me rebozaba como el pan rayado.
Cuando vi entrar a Eva en la iglesia el corazón me dio un vuelco. Me sentí inútil por no poder salvarla de aquella pena. Pensé en las veces que ella me había rescatado de situaciones absurdas. Le besé las manos, sus mejillas saladas y el pelo. Me abrazó muy fuerte y me sonrió un instante. Vi un destello de aquellos mediodías en los que a veces yo cogía mi plato de comida, cruzaba el pasillo, llamaba al timbre y su padre me abría la puerta. Luego yo me sentaba con ellos a comer. Nos encantaba hacer eso de pequeñas. Entonces los platos eran transparentes y de color marrón.
*Sobre todo nos gustaba bailar esa del vídeo
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