Ayer me fui a la cama muy pronto, a las diez y cuarto. Cuando te aíslas el tiempo pasa muy lento. Verdaderamente estás como en una isla en la que el reloj tiene otro horario. No tenía hambre; traté de imaginar algo que me apeteciera, una ensalada, un bocadillo de jamón, una tostada con aguacate, sopa de fideos, un sandwich vegetal con atún, una tortilla a la francesa… Pero nada me apetecía. Escribo esto por si alguien se aísla como yo y se siente identificada. Después, cuando sales del aislamiento, todo parece intenso y no conoces la mitad de los bares de los que te hablan los demás porque has estado meses recluida o moviéndote por lugares seguros, o que tú consideras que son seguros. Hasta que crees que puedes volver a arriesgarte. Y cuando conectas con alguna persona nueva te parece extraordinaria. Literalmente así. La última vez que me aislé fue en enero de 2015. Fueron unos siete u ocho meses en total. Bueno, a veces corría riesgos, pero siempre volvía a casa pensando que no había valido la pena o que eran sensaciones con sabor amargo al final.
Hubo un tiempo en el que siempre cenaba ensalada, me apetecía mucho comer hojas y masticarlas. Volvía del gimnasio, de entrenar, y cenaba ensalada de salmón o jamón, y antes, un vaso con sal coreana. Nos la vendía nuestro maestro de Taekwondo, decía que era saludable y con aquello nos volveríamos fuertes. Eso era con Sofía, cuando vivía con ella. Hacía años que no la llamaba así.
Salíamos a las 21:00 de Taekwondo, llegábamos sobre las 21:20 a casa y no duchábamos, porque en el gimnasio nos daba asco, era un lugar decadente, pero muy auténtico, podría decirse que no se había limpiado desde los 80’s. En el plato había siempre una madeja de pelos, probablemente mutante. Nadie se duchaba allí.
Éramos un buen grupo. Cuatro chicas y cinco tíos. El entrenamiento era casi militar, sudábamos mucho. A mí me encantaba sentir que formaba parte de algo arriesgado, sentir que yo podía ser algo peligroso. Supongo que siempre he tenido esa inclinación muy en el fondo de mi corazón, porque mi madre no me dejaba hacer nada que supusiera un riesgo para mi salud física.
Sofía y yo apartábamos los muebles del salón para practicar los pumses. El maestro Kim nos hablaba de la disciplina, de la Naturaleza, de la Sal, del Bambú, del Ying y el Yang, y sobre todo, de la respiración. Al final de todas las clases hacíamos respiraciones. Era muy importante saber aguantar el aire, durante un minuto, dentro del estómago, y expulsarlo suavemente. También practicábamos el saludo al sol. Kim decía que si hacías el saludo al sol 50 veces equivalía a correr 10 km cada día. O 5, no me acuerdo. Recuerdo hablar de esto en el blog, pero en presente.
Antes de empezar con técnicas de puñetazos y patada, corríamos durante diez minutos dando vueltas por el tatami, descalzas. Yo cada vez adelgaza más y el pantalón se me caía. Tuve que comprarme uno nuevo. Desde entonces no he vuelto a ganar peso. Creo que, sencillamente, aquellos dos años de entreno me equilibraron el cuerpo. Jamás me sentí tan en forma y ágil como entonces.
El gimnasio estaba hecho una mierda, pero era amplio, a veces se caían trozos de yeso del techo. El maestro los barría mientras nosotros entrenábamos. Encima del espejo había una bandera coreana ya raída. Kim daba unas patadas acojonantes sin apenas despeinarse. Mis ejercicios favoritos, sin duda, eran los puñetazos. Practicar puñetazos mientras nos mirábamos al espejo. Verse en el espejo era importante para corregir posiciones. Me sentía fuerte e invencible. A media clase empezábamos a hacer combate. Lo que más me gustaban eran los saltos del inicio y ese juego de pies para despistar al contrario. Era una especie de baile muy rápido y espitoso. Todo aquello ocurría en silencio, únicamente escuchábamos los pies arrastrándose, los gritos de guerra que lanzábamos al final de cada patada y los golpes contra las protecciones, los mits o el saco. Hacer combate con Sofía me gustaba, porque era como estar en la cama con ella pero en otra circunstancia, y cuando cambiábamos de pareja me gustaba observarla de lejos con otra u otro, ver cómo se las arreglaba.
Todavía tengo cajas por abrir de la mundanza –después de cuatro años. Están en el garaje de mis padres. Supongo que son cosas que no necesito, tal vez debería echarles un vistazo y tirarlas. Lo que más echo de menos es mi piano. Lo tiene mi prima en su casa. Cuando decida que mi vida ya no es provisional, lo recuperaré. Por algún motivo, no logro convencerme de que ya no es provisional. Es como si andase sobre un tablón encima de una pelota, haciendo malabarismos. Acabo de recordar que en los exámenes de cinturón nos hacían romper tochos con el reverso de la mano. Siempre lo lográbamos y era la prueba más espectacular. Ese día venían a verme mis padres y venía también el novio de mi amiga Imma, a la que conozco desde que teníamos cinco años. Éramos amigas del verano. A ella también la echo de menos, pero parece que, de repente, las distancias no son físicas, sino temporales, y nadie se atreve a volver cabalgando desde el pasado. Únicamente yo. Y es como volver del reino de los zombies.
Después de leerte me han entrado muchas ganas de apuntarme a Taekwondo ;)
ResponderEliminarHubo una época en la que también practicaba deporte de manera regular (natación) y nunca he vuelto a sentirme tan fuerte, ágil y a gusto con mi cuerpo como entonces.
También he vivido épocas de aislamento largas, pero de eso hace mucho... Aunque me ha quedado la tendencia de volverme antisocial durante los meses de invierno.