miércoles, diciembre 28, 2016

Inventario

Mientras esperaba a que pasaran a buscarme en coche, solía fumarme un cigarrillo bajo una farola. Era algo repugnante entrar luego con el olor a humo dentro de aquel espacio cerrado, pero lo hacíamos. Durante aquellos momentos muertos, de espera, me recreaba pensando en mi novia. Tenía unos ojos tan bonitos, verdes, azules, amarillos, que por muy mal que me fuera la vida, mirándolos siempre estaría a salvo. Había encontrado una fuente de belleza inagotable. No me importaba no acabar ninguna de mis novelas. No me importaba no haber viajado a Estados Unidos o al Sudeste Asiático. No me importaba tener un trabajo con un horario lamentable. Mi novia me despedía todas las noches con un polvazo. La vida estaba llena de obstáculos pero yo tenía una pértiga verde, azul, amarilla, para sortearlos.


Lo de “inventario” sonaba a colección de cosas imaginadas.


–Me van a pagar por inventar cosas por las noches.
–¿Y qué es lo primero que vas a inventar?
–Un lugar en el que haya agua azul para nadar. Algo así como un lago artificial. Tendrá escaleras a ambos lados para poder bajar al agua. La base hará pendiente y cada vez será más honda. Pondré unas plataformas elevadas para poder saltar desde ellas al agua. Se llamará “piscina”.


Falsifiqué mi curriculum. No es tan fácil conseguir un trabajo rápido teniendo dos carreras. Es como empezar a salir con alguien, cuanto menos preparada para tener una relación estés, mejor, nadie siente presión, nadie se estresa, nadie tiene miedo al compromiso, nadie dice cosas raras por Whatssap. Me quité una de las carreras (me dejé la más fácil). El inglés no, el inglés lo dejé por orgullo. Además, iba a ser útil para leer las etiquetas. Eso es lo que le dije al de RRHH y puso cara de “lo que tú digas”.


En el coche siempre íbamos cuatro. Nos turnábamos semanalmente para conducir. A mí me tocaba la tercera semana del mes. El trabajo empezaba a las 24:00 y acababa a las 6:00 de la mañana.


Descripción del puesto:


Auxiliar de inventario: Efectuar el conteo de artículos de la categoría asignada, verificando el resultado y determinando las causas que dan origen a las diferencias a fin que sean corregidas.


El primer día fui muy amable con todos. Quería que me aceptaran en su grupo de inventaristas consolidado. ¡A saber la de cosas que habían inventado ya! Puede que las más útiles, las más usadas, las que guardamos en los armarios de la cocina, por ejemplo. Los platos, los vasos, la cubitera, los cubiertos...


Una de mis compañeras se llamaba Merche y era muy mal hablada. Llevaba los ojos pintados con sombra azul y solía calzar zapatillas de deporte. Era la más veterana y, en cierto modo, la que mandaba. Seguro que fue ella la que inventó la cubitera o el escurridor o el minipimer. Casi siempre hablaba del imbécil de su ex-marido, de todos sus defectos y de cómo se habían conocido. El salto entre ambos temas era sin preparación:


Ricardo era un condenado hijo de puta, se tiraba a todas las zorras que menearan el culo a su alrededor, cuando nos conocimos, ¿sabéis lo que me dijo? –los demás no hacía falta que contestáramos– me dijo “tú y yo tenemos más de un delito que cometer, guapa”. Ricardo era así, un poco cantautor...

Ni que lo digas.


Luego estaba Pablo, un chico de veinte años, estudiante de filosofía. Era super guapo, pero ese tipo de belleza que pasa inadvertida porque el portador no tiene ni idea de que la posee. Contemplando su cara, sólo veías perfección, tanta que apenas podías desearla ni sentir emociones. Era una belleza muy alprazolam, lorazepam, diazepam.


No tengo ganas de seguir hablando sobre mis compañeros, tal vez un poco más tarde.


Lo peor de aquel trabajo era que nunca sabíamos dónde íbamos a ir y vivíamos en la incertidumbre. Tanto podía tocarnos en un supermercado de Granollers, como en uno de Figueres, como en uno de Gavà (yo, al principio, no sabía donde estaba Gavà, ¿quién lo sabe verdaderamente?) Conocíamos nuestro destino el mismo día a las 18:00 de la tarde. Nos mandaban un mensaje de texto. Lo único seguro era que si el supermerado estaba hacia el norte, quedábamos con el coche en la parada de metro de Sagrera, y si estaba hacia al sur, nos reuníamos en la parada de Diagonal.


A mí me tocaba hacer inventario de las pastas, arroces, legumbres, aceitunas, salsas, conservas en lata y alimentos para el desayuno. Contábamos uno a uno los productos de la estantería e introducíamos el número en el ordenador. Durante las primeras semanas, como casi todas las inventaristas novatas, me dediqué a pensar en si me atrevía a robar algo o no. Era muy tentador y muy fácil. Simplemente, se trataba de ignorar la unidad robada. Marco, que era un italiano que iba de encargado, y que conducía fatal, por cierto, siempre pisaba la línea. Purm purm purm... Nos recordaba que ni se nos pasara por la mente robar, que los de arriba, y señalaba hacia el techo, se enterarían tarde o temprano.

Los pasillos no estaban iluminados como lo están por la mañana. Todo aquello, lo del inventario, ocurría a media luz. Los supermercados sólo aparecen con esa iluminación dentro de los sueños.


Lo mejor de aquel trabajo eran los amaneceres. Salíamos del supermercado rendidas, como si nos hubiéramos pasado la noche bebiendo, bailando y sin parar de reír. Y el sol estaba allí, siempre a punto, en la era más silenciosa del día. Únicamente existíamos mis compañeras y yo, volviendo en coche a casa, observando por la ventanilla aquel mundo por estrenar.

A los dos meses, cuando yo ya había inventado el abridor de latas, las persianas enrollables y un par de cosillas más, mi novia me abandonó. Me dijo que había conocido a Alguien. Siempre acaba apareciendo Alguien. Alguien vive en todas las ciudades del mundo, incluso, en los pueblos. Cuando te cruces con Alguien, sabrás quien es.



Una noche, durante el descanso, salí con Lucía a fumar. Lucía era una enfermera mexicana que llevaba siempre un termo de dos litros de café. Fuera hacía frío y viento. Estábamos en el Alt Empordà. Fumábamos dentro del almacén, con la puerta abierta. Yo estaba muy triste, apenas podía dormir, siempre me descontaba en las pastas y acababa inventándome un número. Ciento veinticinco. O setenta y cuatro. O cuarenta y tres. Me aferraba a esas cantidades. Mi vida era patética.


De repente, vimos un bulto entre las sombras.


–¿Has visto eso? ¿Es un gato?



Lucía se marchó. Yo me quedé un rato más. Sentía curiosidad y me acerqué para ver si era un perro, un gato, una rata gigante, o qué coño era.

Vi a una persona agazapada tras unas cajas. Oye tú… salió corriendo. Perseguí la silueta oscura por los pasillos del almacén. No tenía nada que perder. Ni nada que ganar. No sé por qué salí a perseguirla. Supongo que algunos actos de la vida no significan nada en concreto. Parecía una persecución de película. Yo era la detective, la sargento Stella Gibson, por ejemplo, corriendo sin pistola (porque es británica). Me metí tanto en el personaje, que por un momento olvidé que aquella caza a la sombra tenía algún objetivo. Subimos escaleras, las bajamos, pasamos bajo unos hierros, nos incorporamos de nuevo, esquivamos cajas, un cubo con una fregona, una escoba...

Finalmente, la sombra abrió una puerta, una luz nos cegó en la oscuridad. Fuimos hacia ella como polillas.


Nos metimos dentro. Un lugar cerrado, sin escapatoria alguna. Habíamos llegado al final del almacén, a la raya del horizonte, a la cornisa y al precipicio.


Estaba agotada, me senté en el suelo. Mis fosas nasales se abrieron con el frío.


El bulto y yo estábamos lo bastante cerca como para vernos bajo la gélida luz de la cámara frigorífica. Me miró. Llevaba unos guantes negros y una sudadera con capucha. Era una adolescente. Pegó una patada contra la pared con sus botas.
–Mierda, nos hemos quedado encerradas. ¿Eres gilipollas?! ¿No te has dado cuenta de dónde nos metíamos?


–Únicamente te seguía. Confiaba plenamente en ti.


Entonces, saqué mi pértiga azul, verde y amarilla. Le indiqué que nos fuéramos al final de la cámara. Abracé a la adolescente, la cargué en mi hombro y empecé a correr. Me impulsé con la pértiga tan alto, que el techo dejó de existir. A nuestro alrededor, ya sólo había universo. Universo en general.

Nos cruzamos con una pequeña nave espacial. En su interior, estaba Major Tom. Le leímos los labios: “I 'm still alive... motherfuckers”.

La adolescente y yo nos miramos. Ella no sabía de que iba. 



5 comentarios:

  1. Malditos alguien. Y bendito Major Tom

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    1. Pero a ti no debería importante los "alguien" porque eres poliamoroso, no?

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    2. jaja! Pero, aunque me pese, soy humano. Y a veces también caigo en el error de ceder a sentimientos de posesión monogámica... ;D

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  2. Qué maravilla, Paola.

    Yo también trabajé durante un tiempo en el almacén de un supermercado (Sabeco, ahora llamado Simply). Por la noche cargábamos los camiones que luego repartirían la mercancía por medio mundo ibérico conocido.

    Al amanecer me asomaba a los muelles frente al desierto al otro lado de la carretera, asombrado de semejante belleza, ignorándolo todo.

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    1. Hola Jesús, gracias por leer el relato, sé que a veces cuesta sacar tiempo para los textos largos en pantalla, y fuera de ella. La experiencia que cuentas me encanta. Los muelles, la carretera y el desierto. :)

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